- 3 Min. de lectura
Antes de empezar a leer, amaría que pusieras esta canción...

Y lo atendí. Era una opresión en el pecho diciéndome que debía encontrar un lugar en estas altas montañas. A mis 18 subía por ellas con Juanito, mi amigo de la universidad y reconocía algo en ellas que cuando venía siempre paraba en el mismo lugar de este altiplano y le decía, quisiera vivir aquí cuando sea grande. Y un día fui grande y con la certeza que me caracteriza cuando siento algo en mi interior, subí buscando a un artesano que me dijo que por aquí podría encontrar algo. Y así fue, como todo en la vida, una sucesión de conexiones me permitieron llegar al lugar que me llamaba y cuando lo encontré, fue cómo encontrar a un viejo amigo que hacía vidas no veía, y yo sentía que todo me miraba y aún lo siento así. Nos miramos, nos vemos. Te veo.
Sólo pocos pudieron reconocer el verdadero valor en aquel tiempo de este bosque de robles en una montaña andina de la cordillera de los andes. Me he dado batallas por él. Los primeros años de una recién llegada citadina a ellas, no es que haya sido precisamente el paraíso. Y no precisamente por la gente nativa, campesinos de a pie que con su identidad siempre me hicieron sentir en casa. Fueron los también recién llegados citadinos los que intentando ganarse su espacio, pensaban que debían empujar más fuerte ejerciendo presión con todas sus fuerzas. Pero era tarde. Cuando uno es familiar de un bosque todo es diferente. La energía que te mueve y se mueve a tu alrededor no es la misma, es otra, una antigua, una que supera cualquier realidad. Hay un misterio oculto entre nosotros y así lo honramos y nos somos leales.
Hemos sido tan felices a través de estos treinta años. Hemos sido violentadas y quemadas vivas, Nos han arrancado la piel y la corteza y tenemos cicatrices, algunas superficiales y otras más profundas, pero seguimos vivas y de pie, erguidas como robles y sostenidas con nuestras raíces que llegan hasta el infinito y más allá. Creo que hemos muerto e inclusive renacimos de entre las cenizas porque un ave se posó sobre nosotros y nos susurró al oído palabras de aliento y aunque pasaron casi mil años, nos miramos y abrimos nuevamente nuestros ojos y observamos alrededor y nos tomamos de la mano y aunque en el mundo humano fueran 30 años, en nuestro mundo, habían pasado mil vidas...este bosque y yo somos hermanas del alma.
Han sido tantas historias que contarlas sería un gran libro que seguro algún día cuando mis manos estén mejor seguro tendré que contar. Desde que conocí a mi familia verde, la abracé y ella me abrazó. Distingo a casi todos los abuelos de este bosque y a los padres y a los adolescentes y a los bebés los cuido como un tesoro, porque sé que serán el aire del futuro, el agua de Anuk, esa niña que un día en una ensoñación me habló desde el futuro y me preguntaba cómo era el verde...cómo era el agua pura, cómo eran las aves libres y cómo era el azul del cielo del que le hablaban sus padres. Era un año lejano lejano al de ese día, y me dijo además, porque no les habíamos guardado un poquito de todo eso a ellos...y yo intento con toda la fuerza de mi espíritu desde ese día, mantener a Anuk en mi memoria guardándole un poquito del azul tornasolado de las mariposas, de la iridiscencia de un colibrí, del amarillo de las abejas, del verde bosque de Cristal esa tucana que ayer vino a saludar y yo entendí que sí, que el camino es el verde, es verte.
Fue un llamado y lo escuché. Y me alegro haberlo hecho, porque constantemente dejamos pasar algunos llamados cuando estamos distraídos. Hay que andar conectados con el mundo natural para escuchar sus voces, para ver a los invisibles, a los seres que sin ojos ni boca, ni piel como la nuestra, nos ven y nos sienten y nos susurran en silencio lo que tenemos que escuchar. hay un misterio profundo y antiguo en poder verte verde.